jueves, 18 de noviembre de 2010

La cadencia que corroe el alma


Igualito al ritmo que posee la caída de una gota de agua tras otra, que carcome cualquier material que se le interponga en su camino,  así de perseverante e insalvable era la actitud malhumorada y pesimista de Gregorio; que día tras hora se encargaba especialmente de subestimar el accionar emblemático y misterioso de Julieta.

Sus mundos, cegados por la popularidad, casi  rozaban el austero e indomable destino del acostumbramiento; desplegaban sus quimeras en cualquier historia que los excluyera sistemáticamente de la intimidad. Él, siempre en pose de macho cabrío y a la defensiva, dispuesto al ataque. Ella, una ternura que se acurrucaba  como cochinilla en el escritorio, intentando evadirse de la tortura que suponía escucharlo.

Entre ambos sólo restaba la vieja promesa ante Dios, que los mantenía unidos, sin saber para qué, pero bajo el mismo techo y con el despiadado deseo de que llegara la salvadora y al fin los separara. Ninguno de los dos, se animaba a expresarlo, aunque sus vidas lo clamaban incesantemente.

Julieta soñaba con ser una princesa, con Gregorio susurrándole un mimo capaz de desenrollarla de su orbe pequeñito para transportarla a una estrella; mientras él  sólo concebía llegar a fin de mes con un plato de comida bien elaborada esperándolo en la mesa, al regresar del trabajo.

Las faltas de todo tipo y color eran el plato fuerte del día; el bagaje de carencias, ausencias y renuencias, la frutilla del postre. Sin embargo ambos, ponían lo mejor de sí en el platillo de la balanza, con cada intento fallido de renunciar a las negras pulsiones del ego. No hubo  pozo ganador de Nochebuena, ni hoguera de San Juan con que purificar las penas, sólo hastío y sed de liberación recorrían la tensa calma.

Los rituales obsesivos compulsivos que cada uno representaban, como legítimo sistema de quitamiedos, los eyectaban a millas de distancia interior;  zonas híbridas en las que nunca florecía un beso y sí se plagaban multitudes de desencuentros. Un vocablo que agitaba cicatrices, seguido de un gesto que evocaba decepción, sumado a un reproche que concentraba resentimiento, multiplicados silencios que cortaban el aire por los sinsabores cotidianos de la melancolía… y todo volvía a gemir como cuando estalla una gota de agua tras otra, sin prisa, sin pausa; sin intención de dañar, pero haciéndolo irreparablemente.

Una tarde Julieta se disfrazó de princesa con sus mejores ropas y accesorios; esperó a Gregorio con un banquete para el asombro y, tras compartirlo y brindar muchas veces por el amor, el dinero y el azar, emprendió un gesto muy familiar de cruzar el patio con el fin de ir a buscar cigarrillos a la tienda contigua y nunca jamás regresó. Tras el desconcierto, entre feliz y angustiado de él, que no alcanzaba a vislumbrar ni en sueños aquello que más tarde sucedería, se deslizó la silueta menuda de ella por entre las cortinas, esfumándose como si fuera un hada.

El desconsuelo de Gregorio fue tal, que  aún hoy, después de veinte años, sigue preguntando por Julieta en el barrio e  imagina su entrada por la puerta grande, con un ramillete de flores en la mano y la algarabía propia de sus ojos, con los que iluminaba el cielo.

Sigue aguardándola, porque sólo  con su ausencia comprende cómo se vibra soñando, cuánto se emociona al dar y lo mucho que se sufre la espera.

Tanto aprendió Gregorio en aquellos días, que olvidó compartirlo.

Cuentan quienes la vieron, que Julieta caminó sin rumbo por días, mientras cantaba y bailaba decidida a ser feliz; se sentía libre y se dejaba llevar. Alguien la descubrió tiritando bajo la lluvia, abrazada a un poste de luz, sin aliento. Y la ingresó al nosocomio.

Ahora se hace llamar la princesa del alba y todavía espera que su valiente infante atraviese montañas y llanos para rescatarla. Se pasea  mientras recita poemas de amor que cambia por golosinas o monedas con sus loquitos familiares, cuenta historias de pasadas veleidades, mansiones encantadas y exquisitos importados.

Es una apreciada dama, a quien apodaron Dulce, en alusión a su conmovedora ternura. Es el mismo cascabel que repica con su risa sobre las mariposas y hace que todo se vuelva leve y diáfano.

Declara todo el tiempo ser feliz, hace loas a su libertad, se fascina cuando mira la naturaleza y se pierde en la imagen del amor universal. Es raro, pero nunca más volvió a enroscarse como una cochinilla, tampoco a mixturar las letras para decir Gregorio.

Publicado en el libro "Poesía, cuentos y vos"

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